Cuando avisaron de que iba a haber recortes, tenían que habernos avisado de que lo que pretendían recortar era, esencialmente, nuestra autoestima. No se trataba solo de bajarnos el sueldo -fuimos tan ingenuos que la mayoría hasta lo asumimos por solidaridad con la situación que atraviesa el país-, ni de aumentarnos las horas lectivas, ni de despedir a nuestros compañeros interinos, ni de prescindir de los profesores de Compensatoria, ni de acabar con los refuerzos, ni de asfixiar las extraescolares, ni de amontonar alumnos en las aulas en números imposibles, ni de cerrar las bibliotecas, ni de suprimir los desdobles y los grupos de apoyo... No, se trataba de eso y, además y sobre todo, de insultarnos, de agredirnos y, por supuesto, de poner en contra a la opinión pública, apoyándose en el argumento tan consolidado de lo vago que es el docente. Todos los docentes.
No seré yo quien enarbole la bandera de que todos los profesores somos excelentes -nunca he creído en las generalizaciones, de hecho no soy especialmente benevolente con las prácticas educativas de quien creo que no cumple o que no lo hace bien. Sin embargo, convertir esos casos -sean el número que sean- en una mayoría y, en vez de perseguir y sancionar al que incumple, convertirnos a todos en delincuentes, vagos y maleantes es un ataque sin precedentes contra quienes trabajamos -y muchos nos dejamos la piel: me consta- en la escuela pública.
Por eso, insisto, alguien tenía que habernos advertido que iban a recortar, básicamente, en nuestra dignidad, insultando a nuestros compañeros interinos y afirmando que están puestos a dedo (supongo que se confundieron pensando en ciertos consejeros y consejeras de dudoso origen) como si jamás hubiesen sufrido -y, a menudo, aprobado con nota- una oposición. O llamándonos salvajes cuando hacíamos huelga para luchar contra las aulas abarrotadas y la ausencia de docentes suficientes en los centros públicos -su idea es que solo tengan una buena educación, quienes pueden pagarla, claro está.
Pero no contentos con la agresión verbal, comunidades como la valenciana -ejemplo de corrupción y derroche donde lo haya- también agrede los derechos laborales más básicos, pagando a sus docentes solo el 50% de los sexenios que les corresponden a cambio de sus horas de formación y no reconociendo los nuevos sexenios a quienes los cumplan en los siguientes dos cursos. Otra comunidades, como la madrileña, llevan meses en esa política de acoso y derribo y ahora ya no recibiremos el sueldo íntegro si tenemos una baja médica, porque -según su opinión: ellos la llaman ley- al enfermar nos convertimos automáticamente en sospechosos de absentismo. Supongo que investigar a quien incumple, a quien miente o a quien es realmente absentista es mucho más caro que castigarnos a todos y, de paso, desmotivarnos. Supongo, sí, que es mucho mejor para la calidad educativa, machacar al profesorado y ponernos contra las cuerdas en vez de premiar el esfuerzo, de incentivar la productividad, de convertirnos en aliados de la batalla en las aulas, y no en enemigos a los que insultar o a los que seguir degradando en sus condiciones laborales.
Ante esta violencia verbal y legal -in crescendo- contra nuestro trabajo y contra nuestra condición -qué curioso: nadie se acordó de los funcionarios en los tiempos de ladrillazos y pelotazos pretéritos, pero sí les hemos venido bien para pagar los platos rotos de la crisis-, resulta difícil posicionarse sobre cómo llevar adelante el día a día. Tal y como leo en muchos blogs, intentamos seguir haciendo nuestro trabajo lo mejor posible, pero la indignación, el desánimo y la crispación han calado tan hondo que resulta difícil que todo eso no nos haga dudar.
No sé si hay que plantarse. No sé si hay que hacer lo mínimo, como escucho entre mis compañeros. No sé si hay que seguir dándolo todo aunque ellos nos continúen agrediendo. Honestamente, no lo sé. No es una cuestión fácil, tampoco desde el punto de vista ético, porque todo lo que perdamos ahora será irrecuperable. Tanto en nuestros derechos laborales como en la situación de la escuela pública.
Ahora mismo, no tengo respuestas, pero sí hartazgo. Un hartazgo inmenso. Hartazgo de tanto insulto. De tanta mentira. De tanta falacia. Y, la verdad, de tantos mediocres en puestos de poder. Qué fácil debe ser legislar sobre lo que no se sabe. Sí, seguro que es más cómodo cometer errores cuando, gracias a la ignorancia, se desconoce la gravedad.
No seré yo quien enarbole la bandera de que todos los profesores somos excelentes -nunca he creído en las generalizaciones, de hecho no soy especialmente benevolente con las prácticas educativas de quien creo que no cumple o que no lo hace bien. Sin embargo, convertir esos casos -sean el número que sean- en una mayoría y, en vez de perseguir y sancionar al que incumple, convertirnos a todos en delincuentes, vagos y maleantes es un ataque sin precedentes contra quienes trabajamos -y muchos nos dejamos la piel: me consta- en la escuela pública.
Por eso, insisto, alguien tenía que habernos advertido que iban a recortar, básicamente, en nuestra dignidad, insultando a nuestros compañeros interinos y afirmando que están puestos a dedo (supongo que se confundieron pensando en ciertos consejeros y consejeras de dudoso origen) como si jamás hubiesen sufrido -y, a menudo, aprobado con nota- una oposición. O llamándonos salvajes cuando hacíamos huelga para luchar contra las aulas abarrotadas y la ausencia de docentes suficientes en los centros públicos -su idea es que solo tengan una buena educación, quienes pueden pagarla, claro está.
Pero no contentos con la agresión verbal, comunidades como la valenciana -ejemplo de corrupción y derroche donde lo haya- también agrede los derechos laborales más básicos, pagando a sus docentes solo el 50% de los sexenios que les corresponden a cambio de sus horas de formación y no reconociendo los nuevos sexenios a quienes los cumplan en los siguientes dos cursos. Otra comunidades, como la madrileña, llevan meses en esa política de acoso y derribo y ahora ya no recibiremos el sueldo íntegro si tenemos una baja médica, porque -según su opinión: ellos la llaman ley- al enfermar nos convertimos automáticamente en sospechosos de absentismo. Supongo que investigar a quien incumple, a quien miente o a quien es realmente absentista es mucho más caro que castigarnos a todos y, de paso, desmotivarnos. Supongo, sí, que es mucho mejor para la calidad educativa, machacar al profesorado y ponernos contra las cuerdas en vez de premiar el esfuerzo, de incentivar la productividad, de convertirnos en aliados de la batalla en las aulas, y no en enemigos a los que insultar o a los que seguir degradando en sus condiciones laborales.
Ante esta violencia verbal y legal -in crescendo- contra nuestro trabajo y contra nuestra condición -qué curioso: nadie se acordó de los funcionarios en los tiempos de ladrillazos y pelotazos pretéritos, pero sí les hemos venido bien para pagar los platos rotos de la crisis-, resulta difícil posicionarse sobre cómo llevar adelante el día a día. Tal y como leo en muchos blogs, intentamos seguir haciendo nuestro trabajo lo mejor posible, pero la indignación, el desánimo y la crispación han calado tan hondo que resulta difícil que todo eso no nos haga dudar.
No sé si hay que plantarse. No sé si hay que hacer lo mínimo, como escucho entre mis compañeros. No sé si hay que seguir dándolo todo aunque ellos nos continúen agrediendo. Honestamente, no lo sé. No es una cuestión fácil, tampoco desde el punto de vista ético, porque todo lo que perdamos ahora será irrecuperable. Tanto en nuestros derechos laborales como en la situación de la escuela pública.
Ahora mismo, no tengo respuestas, pero sí hartazgo. Un hartazgo inmenso. Hartazgo de tanto insulto. De tanta mentira. De tanta falacia. Y, la verdad, de tantos mediocres en puestos de poder. Qué fácil debe ser legislar sobre lo que no se sabe. Sí, seguro que es más cómodo cometer errores cuando, gracias a la ignorancia, se desconoce la gravedad.
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